Por Miguel Ángel Iribarne | 19/05/2024

Cuando nada menos que The Economist alerta sobre los riesgos de colapso del proceso globalizador –como lo hiciese hace un par de semanas- sin duda que prestar atención. Porque la revista británica ha sido permanentemente un heraldo de la globalización desde sus albores, en aquellas épocas en que la pervivencia del sistema soviético operaba aun como una restricción sistémica respecto de las dinámicas que apuntaban a un “mundo uno”. Con más razón tras la caída del imperio moscovita que se sumaba a la fenomenal apertura china para allanar el camino hacia una transformación inédita en el orden espacial global.
Aunque, en realidad, lo que hoy se percibe como averiado o cuestionado no es tanto el sustrato tecnoeconómico en que se apoya la globalización cuanto las formas de distribución y asentamiento de los nodos estratégicos que influirán sobre su configuración futura. En efecto: si en la prehistoria de la globalización la estructura del sistema mundial era bipolar, luego de 1989-91 asumió rasgos unipolares (presidencias de Clinton y de Bush Jr.). Pero el carácter transeúnte de semejante esquema comenzó a evidenciarse con la crisis financiera de 2008 e hizo eclosión en la patética retirada de EEUU de Afganistán en 2021 (presidencia Biden). Con lo cual hemos comenzado a recorrer la etapa de conformación de un nuevo paradigma del sistema que comienza, como suele ocurrir en circunstancias análogas, con rasgos temporarios de apolaridad. Ellos se manifiestan, por ejemplo, en la ineptitud de Washington para la disuasión, manifestada tanto en Ucrania como en el Medio Oriente en los últimos dos años.
La nueva imagen sistémica es más compleja que las que hasta ahora registramos. En el plano superior, en el que se combate directamente por el supremo poder global, todo indicaría que estamos ante una nueva bipolaridad, análoga a la de la Guerra Fría aunque con la sustitución de la URSS por China. Pero, esto dicho, hay dos planos cuyas peculiaridades corresponde observar analíticamente y sin dar por concluido el diagnóstico de modo precipitado. Uno es el de las relaciones jerárquicas al interior de las zonas de influencia de ambos colosos. Tales relaciones, y la misma demarcación de dichas zonas, son mucho más fluidas que durante el periodo 1945-1991.
Otro, y no ajeno a la temática del anterior, tiene que ver con el grado de permeabilidad de cada zona a inputs de cualquier índole procedentes del hegemon extraño Y aquí el tsunami comunicacional de las últimas décadas nos obliga a pensar de nuevo.
El concepto de “grandes espacios” forjado por Carl Schmitt, así como el de “civilizaciones”, que debemos a Samuel Huntington, tanto como el “Estados civilizacionales”, introducido por Zhang Weiwei, son instrumentos heurísticos variados que permiten aproximarnos a la nueva realidad, aunque no nos dispensan de la obligación permanente de actualizarlos. Entretanto la Argentina, hija cultural de Europa, tal vez vuelve a comprender que geopolítica y geoestratégicamente es parte del espacio continental americano, dejando de lado veleidades que históricamente nos han generado reiterados quebrantos.