Por Miguel Ángel Iribarne | 21/04/2024
La frase que preside estas líneas, cuya autoría corresponde a mi amigo Jorge Castro, refleja cabalmente la tarea que actualmente se nos impone a todos los que intentamos profundizar en los asuntos públicos de la Nación. Seamos específicos: el gobierno de Javier Milei puede llegar a ser el punto de partida de un orden distinto o agotarse como una peripecia extravagante dentro del proceso de la descomposición; la moneda está en el aire. Pero de lo que podemos estar ciertos es de que, en uno u otro caso, todo un ciclo histórico-político que conocimos no recuperará vida y salud. Y esa comprensión nos exige afrontar las realidades presentes con nuevas categorías, en lugar de esforzarnos en capturarla dentro de los esquemas que alguna vez nos fueron útiles y que nos otorgan la consecuente comodidad intelectual.
Quizás sea el momento de dejarnos inspirar por el concepto de “Constitución real”, que fuese alumbrado por Ferdinand Lassalle, aquel fundador del socialismo alemán que –paradojalmente, ¿o no tanto?- frecuentó la amistad de Bismarck, el “Canciller de Hierro”, hasta que las heridas sufridas en un duelo terminaran con su vida. Para Lassalle, la Constitución real, a diferencia del documento escrito, “está formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad”. Sigue, en la exposición del prusiano, un intento de identificar cuáles son tales factores en el caso concreto de su país a mediados del siglo XIX, análisis del cual resulta que los mismos están en condiciones de pesar inexorablemente sobre las pautas de la Constitución llamemos “formal”. Ahora bien: si esto es así, puede darse, según los períodos, una mayor o menor distancia entre ambas Constituciones. Nos atreveríamos a decir que la Argentina ha vivido, por más o menos ocho o nueve décadas con una misma Constitución real mientras se sucedían tres diferentes documentos constitucionales. Desde 1930,, y con más nitidez desde los ’40, nuestro sistema puede caracterizarse como un capitalismo corporativo de baja competitividad mas una presencia militar tutelar. Respecto de tal tutela, la misma Corte Suprema la registró en su célebre fallo posterior al putsch del 6 de setiembre. Desaparecida dicha presencia en los ’80, como consecuencia de la derrota bélica, no se alteró el esquema socioeconómico centrado en el dirigismo estatal y la sustitución de importaciones sobre el que concordaban los partidos prevalentes y al que los regímenes de matriz castrense tampoco habían cuestionado coherentemente. Todo ello tenía escasa relación con el modelo implícito en la Constitución escrita, de neta raigambre alberdiana, que formalmente siguió rigiendo hasta 1949 y después de 1957.
Ahora bien: los supuestos tecnológicos y geoeconómicos en que tal esquema se fundara habían comenzado a hacer agua notoriamente desde la década del 70. El mundo que comenzó a diseñarse por entonces muy poco tenía que ver con el de la crisis del ’30, y el mantenimiento de las pretensiones autarquizantes y del Estado Benefactor no podrían conducir más que a nuevas y recurrentes frustraciones para la mayoría de los habitantes del país, frustraciones que resultaban independientes de los avatares de la Constitución formal. El incremento constante de la pobreza y la indigencia, la aceleración de la inflación, la degradación educativa, la desaparición de la movilidad social ascendente y la consecuente emigración de los jóvenes fueron indicadores elocuentes de la decadencia, que tenía su expresión en la hegemonía peronista y la connivencia subsidiaria de la UCR en el campo de la oferta política. Finalmente, en su fuga hacia delante buscando salvar la vieja Constitución real, el gobierno precedente terminó de destruir la moneda. Todo ello detonó el 19 de noviembre de 2023.
Uno de los elementos más significativos del nuevo estado de cosas –si así podemos llamar a la situación vertiginosa y fluida en la que estamos viviendo- es la posibilidad de hablar públicamente de los problemas reales, libres de las constricciones históricas y culturales en que pretendía asentar su legitimidad el Viejo Régimen. Así, por ejemplo, cuando el Presidente inauguró el 1 de marzo el período ordinario de sesiones legislativas y se refirió a lo que denominó “paquete de leyes anticasta”, percibimos que se trataba de la Constitución real a la que, finalmente, se buscaba mutar. En efecto, Milei alude allí a la reforma de las estructuras directivas de los sindicatos, la promoción de los convenios colectivos por empresa, la “ficha limpia” en las elecciones nacionales, la supresión del financiamiento estatal de los partidos, la penalización de los responsables de la emisión ilegítima, la eliminación de la pauta publicitaria oficial, la extinción de fondos fiduciarios, etc. Se trata de privar de recursos financieros, politicos y simbólicos al complejo partidario-sindical-empresario-mediático que vampirizó durante décadas la capacidad productiva de la Nación; es decir, de desmantelar la Constitución real preexistente. Y ello exige, proyectivamente, pensar de nuevo.
No sabemos todavía cuál será el destino de la Presidencia actual. Pero sabemos que la agenda planteada está con nosotros para quedarse. Y ello traerá consecuencias inexorables en la conformación futura de la oferta política. Esto no es el fin del peronismo, pero sí es el fin del peronismo como pivote en torno al cual se ha estructurado todo el sistema político tanto cuando se encontraba en el gobierno como cuando se situaba en la oposición. Ello, per se, abre una era distinta, una ancha llanura histórica henchida de oportunidades y de riesgos.-