El homenaje de Perón a Roma

El icónico 21 de abril del año 753 a. C., los cimientos civilizatorios de Occidente daban a luz a la mítica y mística ciudad de la Ciudad Eterna. La magnitud de su trascendencia en la historia de la humanidad es casi inabarcable

Por Ricardo Romano | 05/05/2024

Sólo escasas mentes pudieron asumir y expresar de modo cabal tan significativa herencia. Entre ellas destaca la cosmovisión del general Perón, que consciente de las verdaderas raíces culturales de Europa, edificó erguido sobre el pensamiento universal una perspectiva política nacional tan sustancial como inmarcesible.

Es por ello que, frente a la renuncia europea moderna a sus cimientos culturales fundantes, y, ante la abdicación en el orden cultural y político argentino de nuestro más profundo origen Occidental, se torna fundamental, en la conmemoración del aniversario número 2.777 de la majestuosa Roma clásica, evocar algunos fragmentos integrantes del discurso de Juan Perón que fuera cierre del Primer Congreso Nacional de Filosofía de 1949 (que luego integrarían el ya clásico libro de su autoría “La Comunidad Organizada”).

“Sócrates había tratado de definir al hombre, en quien Aristóteles subrayaría una terminante vocación política, es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida común. La idea platoniana de que el hombre y la colectividad a que pertenece se hallan en una integración recíproca irresistible se nos antoja fundamental. La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los caminos evolutivos.

(…) Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hombre, que divisaba con angustiada preocupación el problema último, ante la vida en común.

Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya vida trataba de organizar adolecía de una insuficiente relación de la trascendencia de los valores individuales. La idea griega necesitaba para ser completada una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista más elevado. Estaba reservada al cristianismo esa aportación. El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio, convertida en mundo, transfigurada en forma de civilización, pudo cumplir históricamente todas las premisas filosóficas. Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un “todo” y, lógicamente, en la indiferencia o el desconocimiento helénico de las razones últimas del individuo.

Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas de que no existe la desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a la vida material, que estaba llamada a revolucionar la existencia en la humanidad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución, la primera liberación humana, podrá rectificar felizmente las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación. Enriqueció la personalidad del hombre e hizo de la libertad, teórica y limitada hasta entonces, una posibilidad universal. En evolución ordenada, el pensamiento cristiano, que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas. Lo que le faltó a Grecia para la definición perfecta de la humanidad y del Estado fue precisamente lo aportado por el Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él se pasa ya a la familia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios integrará los Estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.

Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha integrado en su existencia la de otros pueblos de costumbres, pensamientos y creencias distintas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente complejo. Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia. Lega al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso, añade a esta herencia colosal la conformidad de la dignidad humana.

La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más susceptible de completa extinción. Los tiranos podrán reducirla o apagarla momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre una “conciencia” de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano. Lo que fue privilegio de la República servida por los esclavos, será más adelante un carácter para la humanidad, poseedora de una feliz revelación. Al sobrevenir la crisis, la civilización conoció siglos amargos. El derrumbamiento del imperio, sin parangón en la historia, devuelve al mundo a la oscuridad. Pero ésta habría sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llamarada inextinguible de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensamiento continúe a través del abismo y de las hogueras y sangre, es el milagro magnífico de que el puente de las ideas religiosas no sucumbiese al chocar el hierro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.”

Por todo esto, tenemos la obligación de poner freno a la incomprensible pero constante política actual de deconstrucción, incluso de demolición, de los valores que constituyen nuestra identidad, inspirados en la cultura fundante y civilizacional originada en la Ciudad Eterna.